la culpa

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junio 02, 2014

descenso al tlaquepaque contemporáneo


En Tlaquepaque la nostalgia siempre parece estar provocando conflictos de identidad. Para la mayoría de la gente, por ejemplo, el boulevard que conecta Guadalajara con Tlaquepaque lleva este último nombre y no, por supuesto, el de quien fue Secretario de la Defensa Nacional en tiempos de la matanza de Tlatelolco.
Así mismo, una ley que prohibía usar nombres de santos en lugares públicos de Jalisco había hecho que durante 95 años se omitiera oficialmente la primera parte de lo que también fue conocido como “Villa Alfarera”. En 2012 una escultura de san Pedro con llaves en una mano y un tubito dizque de pergaminos en la otra, colocada en el antiguo edificio conocido como “la pila seca”, fue develada por el presidente municipal y un arzobispo, conmemorando que el lugar volvía a llamarse San Pedro Tlaquepaque. “Esto es más que un culto, –se lee en una placa al lado del minúsculo pie del gigantón de bronce— es el reencuentro con la historia.”

Personalmente me gusta llegar a Tlaquepaque apenas pasadas las 7 de la mañana, aunque mis clases empiezan hasta media hora después. Dejar temprano el sueño sobre un colchón en Guadalajara vale la pena con tal de conseguir ese otro colchón, de tiempo: casi quince minutos de ocio tomando café y cruzando sin prisa a través de una de las bifurcaciones del puente artesanal, construido, según dicen, por iniciativa de un “club humorístico” que no era ni el ayuntamiento ni el arzobispado.

El descenso me trae a la vista los arcos del hoy edificio administrativo, “la pila seca”, recientemente pintado de rojo, sus prados relamidos y la fuente de piedra que le da nombre. A esas alturas siempre tengo la impresión de que en verdad estoy llegando a una villa, tranquila y coqueta; dejando atrás la ciudad, propiamente dicha, es decir, su caos, su prisa y su basura. Apenas baje del último escalón terracota la realidad y el inminente comienzo del horario de oficina intentarán devastar esa sensación hasta develarla como lo que es: mera proyección de la nostalgia o estatua deforme. Pero son apenas las 7 con doce minutos. Mientras no se desmorone del todo me aferro a ella.

La calle Donato Guerra está a mano izquierda y termina en el camellón cuidadosamente decorado con arbustos a la mitad del boulevard. Faltan unos cuantos minutos para que comiencen a circular por esa calle docenas de autos: unos vienen al enrojecido edificio o al banco, a cumplir con algún trámite de esos que comienzan haciendo fila desde muy temprano y concluyen con el consumo necesario de un tamal o una gordita de los puestos que a las 7 quince ya están por instalarse en ambas aceras. Otros –la mayoría—, son madres, padres o abuelos que parecen huir del instituto Tlaquepaque, donde acaban de depositar a sus criaturas. Antes de que empiece ese desfile de motores apenas se nota que los semáforos no necesariamente están puestos ahí donde los necesita el que anda a pie. El peatón madrugador puede apropiarse del boulevard y hacer suyo el asfalto. Ni semáforo ni puente son indispensables cuando hasta los camiones 275 y 647 vienen haciendo tiempo y no la guerra.

Yo subo al puente casi por capricho, porque a veces vale la pena dar rodeos y andar cuesta arriba para estar al menos cinco minutos con uno mismo y todo eso. Cuando le cuente más tarde a mi prima mis paseos matutinos me dirá que no es recomendable usar ese puente, que a ella una vez intentaron asaltarla allá arriba y sin más detalles me hará prometerle que no subiré de nuevo. Como sea, ya he bajado sana y salva. No es sobre el puente sino al volver abajo, al caminar la estropeada banqueta de Donato Guerra, cuando ocurre el mayor de mis contratiempos, casi un asalto a mano armada: la calle ya no es mía, el tráfico se dispara mientras camino a la avenida Niños Héroes. Ahí han dado las 7:17 y ya veo el escudo escolar de las monjas franciscanas que distingue mi lugar de trabajo. Ahora los peatones debemos esperar un buen rato para poder atravesar sin que se nos arroje algún animal sobre ruedas al que le urja dar vuelta. Es entonces cuando cualquier proyección nostálgica de una villa alfarera se desmorona del todo.

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